DE TERAPIAS “CUÁNTICAS” Y OTRAS CALAMIDADES

                       

Hace ya años, un miembro de la RSEF me comentaba que nuestra Sociedad debía ser más beligerante con las pseudociencias (o falsas ciencias, como dice el prefijo). Es un sentir comprensible aunque, en general, el silencio sea lo apropiado. Una sociedad científica no puede salir a la palestra para desmentir cada absurdo del que tiene noticia, sean fenómenos psi, los horóscopos, el reiki (imposición de manos) o incluso aspectos de la homeopatía. Lo mejor para frenar la superchería es lograr una mejor formación científica de la sociedad… y no dar facilidades a su propagación porque, sobre todo, suele perjudicar más a los menos favorecidos. Otro asunto es el interés sociológico de la aceptación de las pseudociencias que, aunque dice mucho de la naturaleza humana, no nos concierne aquí.
Tres razones deberían bastar para restarles toda credibilidad.
 La primera, que afirmaciones extraordinarias requieren evidencias no menos espectaculares;
La segunda, conocida por todo jurista, que la carga de la prueba corresponde a quien afirma.
 Y la tercera, que el extraordinario éxito de la ciencia en la comprensión de la naturaleza muestra, precisamente, la vacuidad de las pseudociencias. Sin embargo, pese a la falta de toda validación empírica, éstas gozan de buena salud gracias a la credulidad humana… y a su componente crematística.
Por otra parte, tampoco se puede obviar la libertad personal para aceptar lo absurdo, incluso si resulta perjudicial. Ahí radica, por ejemplo, la dificultad de la lucha contra las sectas y las falsas terapias; en éstas, las condenas judiciales suelen producirse por intrusismo médico, no por fraude.
Así pues, el problema de las pseudociencias presenta muchas facetas y no tiene solución fácil. Superarlo requiere, para empezar, una sociedad mejor informada; la divulgación científica de calidad es esencial aquí. También sería deseable que se enseñara a razonar críticamente y a juzgar la fiabilidad de observaciones y datos lo antes posible para evitar, por ejemplo, el anumerismo o analfabetismo matemático. Éste, rampante por doquier, no es ajeno a los medios de comunicación y surge donde menos se espera: hasta en las universidades se baremiza y se puntúa a veces sobre diez con dos decimales, sin advertir que ello supone una ridícula e imposible precisión de una parte entre mil.

José Adolfo de Azcárraga

Univ. de Valencia e IFIC (CSIC-UV)

 

 

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